Erase una vez una persona con mucho mando. Trabajaba en la escala ejecutiva de una empresa y era la típica que iba de guay, de benefactora de la chusma que tenía subordinada y a los que trataba de manera exquisita un día no y los otros cuatro restantes tampoco.
Era tal su magnanimidad que disponía de todo como si fuera administradora universal del cotarro. Sólo que sin serlo. Al que miraba para otro lado y le recogía las compras en la Calle Real sólo le pisaba un callo un par de veces al mes. Al que la miraba torcido pero no abría la boca le acusaba de incrementar las facturas que tenía que cargar a la empresa del psicólogo y del gurú que la enderezaba el karma. Pobrecita ella. Y al que hacía su trabajo intentando ser productivo y escrupuloso con unas mínimas reglas éticas, le ridiculizaba y humillaba sólo por respirar.
Así llegó un día en el que, al requerir un trabajito de dudosa honestidad a uno de sus pretendidos lacayos de los del último grupo, éste la contestó:
-Por ahí no paso. Dimito: yo tengo principios.
A lo que la divina potestad respondió entre carcajadas:
-Los principios no pagan las facturas, mi niño. Qué gracioso eres cuando te pones gracioso, valga la rebuznancia. (porque, efectivamente, esta persona era un pozo muy hondo de sabiduría, como seguramente estabais pensando... ¡ejem!)
Es necesario no obstante aclarar que, aunque puede parecer tentador concluir que era sensata la respuesta, para esta persona singularmente tocada por el dedo de Dior, las facturas de ella eran más importantes que las del resto de los mortales. Y que se debe entender como imprescindible que tus vástagos vayan a colegios internacionales y que el vestido nunca puede ser de menos glamour que el de Ana Rosa Quintana. Ya si eso, los que tienen principios que viajen con Ryan Air y tiren de marca blanca en el Hiperdino.
Y así se empieza a tolerar lo intolerable, aunque no lo crean, hasta que te conviertes en un engendro como el del retrato.