Siempre me ha creado mucha angustia la falta de visibilidad, la opacidad, la niebla subiendo un puerto de montaña en el norte, cuando íbamos en familia a la playa, los papeles amontonados sin orden ni concierto, las carreteras rurales de la zona del malpaís más reciente, de noche, en Lanzarote... En general, la mayoría de esos miedos tienen su origen en accidentes y experiencias traumáticas vividas. Por eso no me es muy complicado sortear crisis de ese tipo al volante ya, hoy en día.
Recuerdo, sin embargo, hace diez años el mal rato que pasé volviendo de casa de unos amigos en Tinajo, municipio cuyo diseminado está en la pura lava de la última erupción, "pegandito" a las Montañas del Fuego. De manera que, en cuanto sales de la zona poblada y dejas de ver las típicas casas terreras blancas, es muy difícil orientarse en los cruces y desvíos para quien lleva poco tiempo viviendo aquí. Y si eres turista también te pasa, por supuesto. Precaución no es broma. Tardamos en llegar a casa hora y media, cuando a ritmo prudente y tranquilo, respetando los límites de velocidad, la distancia entre Tinajo y nuestra casa en aquel momento, apenas 22 km, podía a lo sumo hacerse en 30 minutos máximo. A la isla ♥ le digo 'islita' por algo.
Con los seres que pasan por mi vida, y eso ya no lo tengo tan controlado, la opacidad me espanta. Y no me refiero, obvio, a la reserva de la intimidad, sino a lo que yo percibo como cambios conductuales repentinos de una persona hacia mí. Escribo sobre ello para intentar un ejercicio de análisis y exposición de mis pensamientos con respecto a mi inadaptación a ciertos ámbitos sociales, en cuyos entornos no me siento agusto.
Tras la erupción del volcán, la devastación y las altas temperaturas, debajo de la lava y de las escorias, cuando se ha disipado la nube de cenizas en suspensión... ¿qué queda, además de la destrucción y del dolor? ¿la reflexión sobre nuestros actos? Eso queda, sí. Y no es ninguna bobería. Como no lo es hacerlo sobre poblar la ladera de un volcán vivo.
También en las relaciones humanas, la información, sin orden, no constituye conocimiento. Por eso son tan importantes las cronologías de los hechos, el contexto de los conflictos, la connotación de las palabras, los comportamientos y conductas de cada cual. Como para cualquier disciplina del conocimiento, los puzzles y los esquemas que colocan las piezas, contribuyen al saber.
De la mano de la memoria, no sólo heredada (mamá, otra vez...) sino que trabajada conscientemente (el apalabraos, por ejemplo), -por estar diagnosticada desde los 21 de hipotiroidismo y ser su desgaste precoz una secuela que me preocupa especialmente desde siempre-, va ese pensamiento abstracto que me posibilita hacer esquemas "en el aire", atar cabos en la cabeza, extender las piezas sobre el tablero, estableciendo mis criterios para descartar los sesgos sobre quienes mejor me caen o a quienes concedo el beneficio de la duda por amistad.
Suena frío, pero cuando la vida te ha pegado muchos palos con la gente, esta conducta obsesiva de querer saber con quién ando, aún siendo obvio que produce aislamiento y que alejo de mí a las personas, no se puede esquivar. Y es una parte de mí que he intentado pulir, relajar, etc., pero sé que es un error. Es negarme. Crecí viendo cómo mi madre se ponía en un segundo plano siempre, como volvía a reconciliarse con personas que la utilizaban para sus intereses, fuera para llorar en su hombro, fuera para quitarse mamá de su cacho de pan, de mil amores, encima. Ella era así pero dejó de cuidarse.
Esa rabia forma parte de mi y es una enseñanza vital. Y debo dejar de autofustigarme por algo que es una virtud y habilidad: saber elegir a mis amigos.
Y con un poquito más de retraso, porque el amor sí que es ciego la mayoría de las veces, me va a ayudar a no dejar pasar al verdadero ante mis ojos, cruzada de brazos o paralizada porque nos rodearon personas malas.