Me falta la luz. Se apaga. El miedo lo invade todo. No están y es forzoso, yo me lo autoimpongo. Mi vida así no es vida. Y ese es el castigo. Para siempre. Saber que siempre tendrá ese poder diabólico sobre mí, aprovechándose de lo que más amo.
Cómo me habla. Cómo me coacciona y amenaza, a la vez que me estigmatiza por mi padecimiento; hasta dónde es capaz de llegar con ese estilo pasivo agresivo. La cantidad de palabras hirientes en su boca, que salían mientras me miraba como sádico que acaba de abatir a un cervatillo.
Ha crecido entre eso. Estoy horrorizada del espesor de mi venda. Cómo es posible que no viera de antemano lo que iba a suceder. Ese día en el hospital, grabado a fuego. Las palabras de mi hermana, que le ve como yo veo a quienes le han herido a ella. Y darme cuenta de los motivos de mi hermana ahora. Veinte años después. Ella también estaba ciega como yo lo estaba con el autóctono. Pero se le ha caído la venda antes que a mí. Y es ahora que ella, estando bien, lo ve e intenta sacarme a mí del pozo. De la trampa.
Dejar de creer que no he de protegerlas de él, cuando soy yo la que se expone. Da igual (no, no da igual, pero las prioridades mandan) la exposición directa de ellas, en realidad soy yo quien debe evitar la indirecta. En la medida de lo posible, no darle ninguna opción a machacarme o verme mal. Se engrandece, el malnacido. Y lo peor es que ya lo he visto antes. En su casa paterna. Humillación condescendiente, cuatro contra una, ya podrán. Y ella esconderse entre sus trapos y perlas de Majorica. No la compadezco, es culpable de lo que ha engendrado y permitido. Los dejó de la mano de Dios, nunca mejor dicho. Y esa mano era autoritaria, inflexible y misógina.
Yo le di las alas, renegando de los míos. Porque los míos son otro yugo diferente. Porque ya no sé quiénes son "los míos".